8 feb 2014

MI ENCUENTRO CON UN MARCO


Vi el marco justo al doblar la esquina. Casi nuevo, sin apenas rasguños, robusto, fuerte, bien encolado. Parecía como estar pidiendo un nuevo lienzo  que enmarcar, cubrir, proteger...

Nadie lo miró. Yo sí lo hice. Ignoro el motivo, pero lo cierto es que me quedé justo delante de aquellas cuatro molduras pegadas entre sí por algún artesano anónimo que no debió cobrar más de 30 Euros.

Allí estábamos. El marco y yo. Yo con mis circunstancias y él con las suyas. Detrás de cada uno de nosotros hay mil historias. Detrás de un marco de madera también las deberá haber. ¿Qué imagen contuvo? ¿Por cuánto tiempo lo hizo? ¿Sería un lienzo clásico, con algún bodegón o paisaje natural? ¿Sería un lienzo con figuras humanas? Si así fuese, ¿fueron reales o salieron de la imaginación del pintor? Ah, claro, el pintor...¿Pintaría por gusto o por necesidad? ¿Eligió él aquel marco o lo hizo el comprador de su obra? ¿Qué relación tendrían ambos? ¿Eligió el comprador la madera del marco o se dejó aconsejar por un artesano?

Empezó a llover. La gente pasaba cada vez con más prisa. Decenas de transeúntes buscaban cobijo en alguna cafetería, soportal o balcón para resguardarse de la lluvia. Nadie reparó en el marco. Nadie tampoco en mi posición.

Solo, en medio de la acera, cada vez más empapado, seguía observando aquel rectángulo semidorado de cuatro centímetros de ancho. ¿Llovía cuando el pintor terminó el lienzo que tenía el marco? ¿Lo hizo a gusto? ¿Recibió un precio digno por su trabajo de artista o no cobró nada porque tal vez aquel lienzo fuese un regalo para su amante? Quien sabe...

Pasaron unos pocos minutos. Yo seguía en mi posición. La tentación de coger aquel marco cada vez era mayor. Tal vez podría quedar bien en mi casa, sin lienzo. Solamente el marco y la pared. Neutro. Sin historias que proteger. Aliviado, liberado.

De repente, el chirriar de ruedas sin engrasar rompió aquella conexión humanomaterial espontáneamente  creada. Un hombre viejo, malvestido y delgado, cogió aquel marco de madera. Después de observarlo unos segundos, lo depositó en un carro lleno de todo tipo de objetos usados y con aparente naturalidad me miró de arriba a abajo.


Una historia se cerró. Otra, tal vez transitoria, se abría bajo la plomiza lluvia...

Si quieres puedes llorar
Ahora Madrid. Ahora Buenos Aires...

Madrid, febrero de 1970
—Nos mudamos. Lo ha dicho Don Miguel. Cuando pase el invierno nos vamos a Moralzarzar.
Aquellas palabras de mi padre, pronunciadas  con la voz más helada y directa que he oído jamás, hacen temblar todavía los cimientos de mi infancia, bien superados ya los treinta.
Yo en febrero de 1970 tenía diez años recién cumplidos. Alto para mi edad, delgaducho y moreno como la familia de mi madre, era el único hijo de un matrimonio de emigrantes andaluces de posguerra que buscaron el pan lejos de donde ya no había.
 Mis primeros maestros decían que era un completo holgazán, que el esfuerzo y sacrificio de mi familia no eran correspondidos por mi parte. Por eso y porque día sí y día también me enzarzaba en casi todas las peleas del patio de la escuela (incluídos los días de lluvia y barro), mis manos fueron endureciéndose a base de vara de roble. Hasta recuerdo como una maestra, Doña Mercedes, me recriminó que en Madrid ya estaban hartos de enseñar a “tanto provinciano holgazán” y que “mejor nos hubiese ido con las aceitunas en la tierra de mis padres  y abuelos”.
No era un buen estudiante, y eso lo reconozco ahora desde la perspectiva que dan los años. Mi mente entonces estaba ocupada en otros asuntos más placenteros, como los cromos de jugadores de fútbol. A base de intercambiar ejemplares con mis amigos, pude completar la mejor colección de todo el colegio, incluyendo en ella, claro está, a mi jugador favorito. Como muchos críos de mi edad, yo admiraba e idolatraba a José Martínez Sánchez, Pirri para los futboleros. Con ocho años escribí su nombre en la parte trasera de una camiseta interior. La camiseta fue directamente a la basura y la mano de mi padre a mi mejilla, aunque los dos goles que marcó Pirri aquél domingo atenuaron, en parte, mi dolor.  Mi padre, sevillista hasta la médula, muy a su pesar nunca pudo impedir mi madridismo y al final tuvo que dar su brazo a trocer. Creo que fue una de las pocas batallas que le gané, por no decir  la única.
Aquella gélida mañana de invierno mis temores se convirtieron en realidad. Los cada vez más graves problemas respiratorios de mi madre, asmática desde su infancia, hicieron pensar a los doctores que mejor le vendría un poco de aire fresco en la sierra de Guadarrama, para así poder combatir el gris y corrosivo ambiente que ya se empezaba a respirar en algunas zonas de Madrid.
Mientras la buena de mi madre, siempre al servicio de los demás, colocaba las sábanas de mi cama en su sitio, el nombre de Moralzarzar retumbaba una y otra vez dentro de mi cabeza. Moralzarzal, Moralzarzal… Ni siquiera sabía situarlo en el mapa, aunque estuviese cerca de Madrid. ¿Cómo sería? ¿Habría niños de mi edad? ¿Cómo serían su colegio, sus campos de fútbol, sus jardines? ¡Con lo a gusto que estaba yo en mi Carabanchel!
Después de un compás de espera en el que nadie terció palabra, mi padre, pensativo y con la mirada perdida por la ventana de mi pequeña habitación —con privilegiadas vistas a las obras de lo que posteriormente sería la M-30—  decidió romper el silencio que se mezclaba con el humo de su cigarrillo.
—No dices nada. No me gusta que no hables.
—¡Jo papá, yo no me quiero marchar! A mi no me gustaría dejar el barrio. Aquí tengo a mis amigos, mis vecinos…Y en ese pueblo perdido en la montaña no conocemos a nadie.
—Ya, tus amigos…esos con quienes te partes la cara cada semana. Esos que, como tú, no tocan un libro ni por engaño. Esos que, como tú, tienen a sus padres cada semana en el despacho del director del colegio para descubrir qué novedad hay…tus amigos…¡vaya cuarteto de holgazanes! —replicó mi padre como si fuese un alcaide de prisión—. Mira por donde, creo que este cambio te vendrá bien. Aquí los problemas pueden contigo… ¡y con tu madre, que es lo peor del caso!
—Manolo, déjalo estar. Bastante tiene con el cambio, ¿no crees? Además, no nos marchamos por su culpa, sino por mi estado de salud. No lo pagues con él —dijo mi madre, que casi siempre terciaba de mi parte.
—¡Clara, déjalo tú también! Tanto mimo y tanto algodón harán de este vago  un idiota acabado. Y si no, tiempo al tiempo —sentenció mi padre mientras salía de la habitación.
—No le hagas caso, ¿de acuerdo? Debes ser fuerte, como lo fue tu padre cuando tenía tu edad. Ya sabes de qué te estoy hablando.
—Si, mamá, ya lo sé. Ya sé lo del paseo del abuelo. ¿Cuántas veces me lo habréis recordado? ¿Y qué culpa tengo yo de todo aquello?  —repliqué enfurecido.
—Siempre que me haces esa pregunta, ya sabes cuál es la respuesta. Ninguna, hijo, nin-gu-na. Pero la vida es la vida y hay cosas que marcan la existencia de hijos…y nietos, como es tu caso. Anda, sal, compra dos barras de pan en el despacho de Doña Virtudes y págale la semana. Ya le he dicho que nos vamos. Ayer hablé con ella —concluyó mi madre, que siempre tenía las palabras justas para cada momento—.
Aquella noche la pasé en vela. Lo recuerdo como si fuese ayer. Me venían a la mente sensaciones de temor, incertidumbre, pero al mismo tiempo de rabia e impotencia por no poder revertir mi desesperada situación. Diez años y a otro pueblo. Todo nuevo: casa, colegio, amigos… “Que asco de vida”, pensé.

Moralzarzal, abril de 1970

El autocar se detuvo en la plaza de Moralzarzal. Tras un viaje cercano a las dos horas, metido en un vetusto habitáculo donde la comodidad brillaba por su ausencia, pude poner pie en tierra. El viaje no me sentó nada bien. Tan pronto bajé, gané la acera y vomité.
Después de esperar un buen rato en aquella polvorienta plaza de casas bajitas que se miraban unas a otras, unos cuantos vecinos que cruzaban por allá nos miraron de arriba abajo como si fuésemos extraterrestres. Al fin llegó un señor de corta estatura,  barriga esférica,  sombrero ajado en la cabeza y palillo mordisqueado en los labios.
—¿Manolo Gil? ¿Es usted Manolo Gil? Me envía Don Marcial por lo del trabajo de peón —preguntó a mi padre.
—El mismo, para servirle. Ella es mi esposa María y éste mi hijo Diego —respondió mi padre con un tono tan afable que tuve que mirarle dos veces para comprobar que, sí, efectivamente era mi padre quien hablaba.
—Muy bien. Bienvenidos al pueblo. ¿Han tenido buen viaje? —preguntó amablemente.
—No nos podemos quejar…¿verdad, Diegito? —dijo mi padre, incitándome con la mirada a entrar en aquella conversación que él esperaba fuese de hombres.
—Bueno, a mi no me ha…
—A mi hijo todo esto le va a sentar de maravilla, igual que a su madre, ¿verdad Clara? —terció mi padre de nuevo, clavándome los ojos en mi rostro.
—Por supuesto. Los médicos me han…nos han hablado muy bien de éste lugar. Aquí seguro que estaremos como en casa —respondió mi madre, muy diplomática.
—Ya verán como sí, ya verán. Aquí se está de maravilla. El invierno es duro, eso sí. Pero a partir de la primavera, Moral es un paraiso. Cuando las nieves se derriten hay agua por todos lados. Los críos crecen tranquilos. Somos un pueblo pequeño y nos conocemos todos —contestó nuestro particular Cicerone—. No tenemos los lujos de los que ustedes, los de la capital, disfrutan cada día. Pero no nos podemos quejar.
“Ustedes los de la capital”…Aquellas palabras me dejaron boquiabierto, y supongo que mucho más a mi padre, quien nunca en su vida aceptó considerarse “de capital”. Ello hubiese supuesto renunciar a su Martos natal…Pero en aquel momento tocaba tragárselas con pan.
A los pocos minutos nos detuvimos ante una casa de dos alturas, con fachada de piedra y puerta de madera, situada a tres calles de la plaza. Inmediatamente comprendí que aquello sería nuestro nuevo hogar, tan diferente al que habíamos dejado pocas horas antes. Cuando nos acomodamos y don Francisco —que así se llamaba aquel señor— nos abandonó, comprobé que, efectivamente, mi vida había cambiado para siempre.
—Mira tú por donde. Es como volver al pueblo, pero con más frío —concluyó mi madre.

Moralzarzal, dos días después mi llegada

—Eres el nuevo, ¿verdad?
Al oir aquéllas palabras confieso que lo primero que se me pasó por la cabeza fue ignorar la opaca pregunta que me llegaba por la espalda. Pero hay veces en la vida en las que uno toma decisiones que cambian el devenir de los acontecimientos. Nunca sabré porqué, pero lo cierto es que aquella tarde de primavera decidí volverme y responder. Y cuando lo hice, la vi. No sé qué imagen debería mostrar mi rostro. Tal vez una mezcla entre los rostros de quienes observan (y entienden) Las Meninas y quienes contemplan (y valoran) a través de una vitrina la joya más hermosa del mundo. Lo cierto es que mi mente sufrió un estado de bloqueo de tal magnitud, que aquella  niña optó por intentarlo de nuevo.
—¿Te llamas Diego, no? Diego Gil Arroyo…
—Si…si…vaya, que sí, que soy Diego —respondí nervioso.
—Pues yo soy Alicia. Alicia Herrero Gómez. Te he visto salir hoy de tu colegio. ¿Dónde vas ahora?
No podía creerlo. Apenas hacía unos segundos que nos conocíamos y ya me estaba preguntando que hacia dónde iba. Y yo, un mentecato integral, bloqueado como estaba y poco acostumbrado a mantener conversaciones tan cercanas, y todavía sin atreverme a mirar de cerca sus ojos azules y sus finos labios, respondí que iba a casa, pero que no tenía prisa, que todavía quedaban dos horas de sol.
—Si quieres, te acompaño —propuso ella.
—Vale. No tengo nada que hacer esta tarde —mentí.
—¿Cómo que no? ¿Es que piensas llegar mañana a clase sin los deberes hechos? —interrogó ella.
—Bu…bueno, claro que no. Los iba a hacer ahora —improvisé.
—Pero si me acabas de decir que no tenías nada que hacer. Anda, te acompaño hasta tu casa y yo me voy a la mía, que está dos calles más arriba. Más te vale llegar mañana con los deberes bien hechos al colegio.
Aquel encuentro y el posterior paseo hasta mi casa se convirtieron en la primera vez que estuve con Alicia. Con el paso del tiempo, reconozco que fue el inicio de una relación que nos cambió la vida a los dos, en aquel momento mucho más a mi que a ella, porque ella era buena estudiante y yo no. De hecho, puede que Alicia protagonizase, sin saberlo, su primera sesión de orientación académica. Con el paso de los años, juntos compartimos muchísimos más momentos: largos paseos por las calles y alrededores del pueblo —especialmente a las fuentes de Matarrubia y Cuatro Caños—, tardes enteras realizando los deberes, infinitas confidencias, las divertidas batallas de copos de nieve, los primeros bailes en las fiestas de septiembre desafiando al Frascuelo y a nuestros padres, las primeras escapadas fuera de Moral…
Aquella tarde, mientras esperaba a que mi madre abriese la puerta, y cuando ya  se disponía torcer la esquina de mi calle, le devolví la pregunta por la espalda:
—¿Cómo sabes que para mañana tengo deberes, si tú vas al colegio de chicas?
—Es que en éste pueblo uno se entera de todo.

Moralzarzal, junio de 1970. Último día de clase

—Señor Diego Gil Arroyo, acompáñeme a mi despacho, por favor.
Recuerdo aquel último día de clase del curso 1969/1970 como uno de mis mejores día de colegio. No porque fuese el último —que también— sino por la oportunidad que se me brindó para enmendar mi pésima trayectoria como estudiante.
Cuando entré en su despacho, confieso que me sentía como en el corredor de la muerte. Mis notas presagiaban un castigo ejemplar, de esos que a uno le escuecen durante semanas. Ante mi, y al otro lado de una ordenada mesa, mirada directa, franca y noble, estaba sentado Don Miguel, uno de los maestros más jóvenes del colegio.
—Dime, Diego, ahora que estamos solos tú y yo, ¿cómo están tus padres?
—Pues bien, gracias Don Miguel —respondí perplejo.
—Y tu madre, ¿qué dicen los médicos?
—Dicen que todavía es pronto, pero que todo parece ir mejor. Aquí le cuesta menos respirar.
—Me alegro, me alegro. No obstante, hay un tema que, lejos de alegrarme, me preocupa y mucho. Supongo que sabrás de qué te estoy hablando, ¿verdad?
—Si, claro, de mis notas. Es que a mi no me gusta estudiar, me se da muy mal —respondí con los ojos clavados en el suelo.
—Diego, mírame. Lo primero que debe hacer un hombre es mirar a los ojos de quien le está hablando. Luego, todo lo demás. Ante todo, muéstrate como un hombre. Mira, Diego, voy a hablarte con franqueza, sin ánimo de reprenderte. En estos pocos meses que llevas aquí, me he dado cuenta de dos cosas. La primera es que, siendo un niño inteligente, eres completamente zopenco. Estás desaprovechando tus aptitudes. Eres perspicaz pero no atiendes. ¡Ya querrían otros tener tu capacidad para entender la lección a la primera! Debes reflexionar sobre lo que te digo. Debes recuperar el tiempo perdido. ¡Ah! Y se dice se me, recuerda el truco: primero la se-mana, después el mes.
—Perdón Don Miguel. Pero el curso finaliza hoy. ¿Cómo puedo recuperar el tiempo perdido? Con las notas que tengo, mis padres me van a castigar varias semanas —respondí intentando entender aquél truco lingüístico.
—Deberás realizar en verano aquello que no has hecho durante el curso. Cuando nos volvamos a ver aquí, me enseñarás los ejercicios de todos las materias. También comprobaré tus faltas de ortografía, porque tus redacciones duelen a la vista, muchacho. Es una oportunidad que te doy para que mejores.¿Qué me dices?
—Muchas gracias, Don Miguel. Pero mis padres no van a creer todo lo que me está diciendo. Creerán que les estoy mintiendo —respondí con cierto desánimo.
—Como tantas veces, como tantas veces… Pero de eso no te preocupes. Ayer estuvieron aquí, sentados donde ahora estás tú. Saben que confío en ti. Ahora no debes fallarles, ni a mi tampoco. ¿Estamos de acuerdo?
—Estamos de acuerdo. Muchas gracias, Don Miguel.
Aquel apretón de manos que nos dimos fue para mí el inicio de una relación que suposo, con el tiempo, un punto de inflexión en mi vida académica. Aquel día, Don Miguel, un joven maestro de escuela, de talla más bien alta, zamorano de origen y recién venido de impartir clases en la tierra de mis padres, apostó decididamente por mi. Ahora, muchos años después, sigo estándole eternamente agradecido, así como tantas y tantas generaciones de alumnos que tuvieron la suerte de asistir a sus clases.
Antes de salir de su despacho, mientras él abría un libro de historia, le pregunté:
—¿Y la segunda?
—¿Cómo? ¿La segunda? —respondió sorprendido.
—Antes ha dicho que se había dado cuenta de dos cosas sobre mi. ¿Cuál es la segunda?
—Ah si, claro…¿la segunda “cosa” tiene unos ojos azules, larga melena rubia y sonrisa de caramelo? —preguntó pícaramente.
—Bueno…si está usted pensando en Alicia, somos amigos. Es con quien mejor me llevo de todo el pueblo —respondí ruborizado.
—¡Vaya por Dios! —respondió esbozando una leve sonrisa—. ¡Aquí, quien no corre vuela!
  Cuando salí del colegio, mis notas eran las peores de la clase. Me atrevería a decir que las peores de todo el colegio. Sin embargo, mi moral y mi sensación de confianza estaban por las nubes. Aquel día Don Miguel me convirtió en estudiante.

Cima del Canto Hastial, Sierra de Guadarrama
13 de agosto de 1981

—Pues he de reconocer que tenías toda la razón. Por poco me muero, pero ahora reconozco que ha valido la pena. ¡Vaya! No me lo puedo creer, una psicóloga dándole la razón a un arquitecto chiflado —dijo Alicia después de la subida.
—Claro, lista, a toro pasado…Mira que he tenido que tirar de tozudez para hacerte subir —repliqué con sorna.
—Venga, no te quejes. Más me cuesta a mi convencerte de que es imposible que España gane el mundial del próximo año. Serás iluso…¡España, ganar un mundial de fútbol!
—Alicia, ssshhh, escucha…¿oyes? —le pregunté mientras ella permanecía apoyada en mi pecho.
—No. No oigo nada de nada. ¿Tu sí?¿Viene alguien? Mira que ya sería una casualidad…
—No. No viene nadie. Y no, no se oye nada. Es eso precisamente, que aquí no se oye nada. Solamente tu voz y la mía, nada más. Pocos lugares tan expuestos pueden llegar a ser tan íntimos, ¿no crees?
—Es verdad. Este lugar tiene algo especial. Moral a nuestros pies, tú y yo solos…Me gusta estar aquí contigo y que me protejas con tus brazos... Ojalá podamos estar siempre en Moral. Ojalá se detuviese el tiempo…
—No digas eso mujer. Yo no quiero que se detenga el tiempo para nada. Si se detuviese, no podrías escuchar lo que quiero decirte…
Alicia, que siempre ha sido mucho más perspicaz e inteligente que yo, intuyó por dónde iban los tiros. Su tez se ruborizó, sus ojos me miraban con nerviosismo y noté cómo su pulso, igual que el mío, se aceleraba a medida que nuestros rostros  empezaban a rozarse.
—Eres la mujer de mi vida y lo sabes. Cuando llegué a Moral todo era negro y tú encendiste la luz. No podría imaginar mi vida sin ti… —y cuando mi mano  sacó del bolsillo de mi chaqueta un pequeño estuche negro con incisiones doradas, Alicia se volvió hacia mi, y antes de ofrecerme el beso más cálido y dulce de toda mi vida, me dijo:
—Si quiero.

Hospital Univarsitario La Paz.
Madrid, 27 de septiembre de 1985
—¿Diego Gil Arroyo? —preguntó la enfermera.
—Si, soy yo —contesté hecho un manojo de nervios.
—Enhorabuena, tiene usted una niña preciosa. Y una mujer valiente, ya lo creo.Ya puede pasar.
Los pocos metros que recorrí desde la sala de espera hasta la habitación donde estaba Alicia me parecieron más largos que el segundo tiempo de un Osasuna-Valladolid. Cuando entré y vi a las dos mujeres de mi vida —que la buena de mi madre me perdone, cosa que doy por segura— confieso que sentí como si un ejército de millones de hormigas recorriesen todo mi cuerpo. Incrédulo, nervioso, pálido —según me dijo días después Alicia— me acerqué a ella y le dije entre lágrimas:
—Es preciosa, como tú. Te quiero, te quiero…os quiero.
—Cógela, anda…tómala en tus brazos, que la hija quiere conocer a su padre —respondió Alicia con voz todavía débil.
Cuando sostuve en mis brazos aquel cuerpecito tan pequeño, tan perfecto, tan fuerte a pesar de tener horas de vida, me sentí el hombre más feliz del mundo. Era padre, y ante mi abría sus grandes ojos María, nuestra hija, la hija de una psicóloga y de un joven arquitecto que, según decían, tenía un brillante y prometedor futuro.  A mi en aquél momento mi futuro me importaba un comino. A mi me importaba lo que tenía en brazos y la mujer que, desde la cama de aquella habitación, me miraba agotada, pero inmensamente feliz.

Moralzarzal, verano de 1995
—Que historia tan bonita, papá. ¿Puedes contármela otra vez?
—Claro que si, hija. Pero ahora no. Anda, duérmete, que mañana madrugaremos mucho. ¡Mañana vamos a volar!
—Papá ¿tú tienes pena?
—Claro que tengo pena, mi vida. Igual que la tienes tú y la tiene mamá. Pero ya verás como todo irá bien. Ahora, duérmete.
—Papá, ¿tú lloraste cuando los abuelos te dijeron que tenías que venir a vivir a Moral?
—No lloré, porque el abuelo Manolo decía que llorar es de niñas.
—Entonces, yo que soy niña, ¿puedo llorar?
—Buena pregunta. No importa si eres niño o niña. Claro que puedes llorar. Piensa que dejas todo tu mundo para conocer otro nuevo, como me sucedió a mi cuando tenia tu edad. Llorar no es de niñas ni de niños. Llorar es de valientes. Hay mucha gente que llora a escondidas porque no quiere que le vea nadie. Llorar no es malo, hija. Si quieres puedes llorar…
Cuando salí de la habitación de mi hija se me vino el mundo encima. Sollozando, llegué a la cocina, donde me esperaba Alicia. Sobre la mesa, tres billetes de avión con destino a Buenos Aires fueron testigos de una cena hecha a base de silencio como aperitivo, miedo de primer plato y tristeza de segundo. Unos pequeños pasitos rompieron aquella lánguida escena. María, que había salido de su cama,  me abrazó y nos sirvió a mi y a mi esposa el mejor postre posible para aquella ocasión:
—Papá, mamá, os quiero mucho.
Y volvió a su habitación.
Aquella noche comprobé, a los treinta y cinco años, que la vida es un ciclo. Sin poder dormir, me vino a la cabeza un lejano sábado de febrero, cuando yo tenía diez años y no quería salir de Carabanchel. Las mismas sensaciones, pero un cuarto de siglo después. El final de una vida en Moralzarzal. Un cambio que, como en mi infancia, arrastraba consigo a terceros. Entoces fueron los maltrechos pulmones de mi madre. Ahora, una irrechazable oferta de trabajo en Argentina. Un mar de dudas se extendía ante de mi, pero por encima de todo, mi hija, nuestra hija. ¿Cómo encajaría aquel cambio? ¿Cómo le afectaría dejar un pueblo de mil habitantes para vivir en una ciudad de más de un millón de almas?

Barrio de Belgrano. Buenos Aires.
Septiembre de 1995. Inicio de la  primavera en Argentina.
A la salida del colegio Casto Munita.

—Vos sos la nueva, ¿verdad?
—¿Perdón?
—Vos sos María, la chica española…la nueva, como por acá la llaman —respondió el joven—. Yo soy Ariel, Ariel Rade. Si queréis podemos ir juntos a casa. Vivo dos calles más allá de la vuestra…

—Vale. No tengo nada que hacer esta tarde—mintió María.